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Cuando mentimos a alguien, nuestro cuerpo no está preparado para mentir y en cierta forma siempre nos delata.
La policía, los investigadores y los servicios de inteligencia de los gobiernos lo saben y se instruyen para detectar las mentiras. En la mentira intervienen factores emocionales muy intensos, como la excitación que nos provoca colar una historia con éxito y el miedo a que nos pillen y la anticipación de la vergüenza y la culpa, si al final descubren el engaño.
Cualquier gesto involuntario puede acabar delatando a quien miente. Hay dos tipos de señales que nos dejan en evidencia:
Las que muestran la tensión interior a través de movimientos faciales (como la dilatación de las pupilas, el parpadeo excesivo, el mantener la mirada con frialdad o, por el contrario, esquivarla) o corporales (movimiento de piernas, jugar con un objeto).
Y las que muestran una emoción reprimida, como una casi imperceptible mueca de satisfacción o un desvío de la mirada que denota incomodidad. La falsedad se intuye también con los movimientos de la cabeza que contradicen el mensaje verbal, como afirmar algo de palabra pero negarlo con la cabeza, o al contrario.
Las manos: usarlas excesivamente, tocarse o frotarse la nariz, la cabeza, los ojos o cubrirse parcial o totalmente la boca al hablar podrían indicar que la historia que nos cuentan es una falacia.
La tensión acumulada suele producir un aumento de la temperatura corporal, lo que puede provocar sentir mucha sed, calor, queramos desabrocharnos algún botón de la camisa, desanudarnos la corbata, quitarnos el collar. Sospecha si alguien se aprieta continuamente los labios.
Cuando engañamos a alguien, el cuerpo tiende a distanciarse, ya sea cruzándose de brazos o poniendo un bolso o una chaqueta en el regazo como muestra de separación.
Conste que estas expresiones no van nunca aisladas. Si uno quiere averiguar la verdad, hay que examinar todo el conjunto. Y además antes que nada debe conocer bien a esa persona y ver cuáles son sus gestos y movimientos habituales.